¿Nos les pasó alguna vez que se quedaron hipnotizados con su propia imagen delante del espejo? Ojo, no estoy hablando de accesos de vanidad ni de arrebatos hedonistas como los de Robert de Niro en Taxi Driver, sino de esos existenciales segundos en qué uno se ve a sí mismo reflejado y se pregunta ¿por qué tengo esta cara? o, peor aún, ¿cómo sé si esa cara que me mira e imita los movimientos que hago es la mía? ¿quién me asegura que no se trate de una falsificación de mi identikit?
No es algo que ocurra muy seguido, pero cuando ocurre suele desatar un provisorio vacío emocional (sobre todo si es que no te gusta lo que estás viendo). Imagínalo: estás en medio de una afeitada, cepillándote los dientes o pulseando una espinilla y, de pronto, sin razones aparentes, empiezas a palpar el largo de tu nariz, el tamaño de tus ojos, las honduras de tus pómulos, la armonía de tu boca y la rugosidad de tu frente, tratando de verificar que aquello que dice el espejo es efectivamente cierto. ¿No temen, a veces, que el espejo les devuelva un retrato que no se ajusta a su verdadera anatomía?
Acabo de volver del baño, de mirarme y tocarme la cara delante del espejo, con la precaución de quien reconoce el relieve y la superficie de una pieza arqueológica, y por un largo minuto de borgianas divagaciones he tenido la impresión de que ese otro no soy yo.