martes, 27 de febrero de 2007

El espejo.


¿Nos les pasó alguna vez que se quedaron hipnotizados con su propia imagen delante del espejo? Ojo, no estoy hablando de accesos de vanidad ni de arrebatos hedonistas como los de Robert de Niro en Taxi Driver, sino de esos existenciales segundos en qué uno se ve a sí mismo reflejado y se pregunta ¿por qué tengo esta cara? o, peor aún, ¿cómo sé si esa cara que me mira e imita los movimientos que hago es la mía? ¿quién me asegura que no se trate de una falsificación de mi identikit?

A veces soy víctima de esa extraña inquietud que lo lleva a uno a contemplarse más tiempo de la cuenta para examinar detenidamente sus facciones y comprobar que es ese, y no otro, el rostro que le ha tocado cargar y exhibir toda la vida.

No es algo que ocurra muy seguido, pero cuando ocurre suele desatar un provisorio vacío emocional (sobre todo si es que no te gusta lo que estás viendo). Imagínalo: estás en medio de una afeitada, cepillándote los dientes o pulseando una espinilla y, de pronto, sin razones aparentes, empiezas a palpar el largo de tu nariz, el tamaño de tus ojos, las honduras de tus pómulos, la armonía de tu boca y la rugosidad de tu frente, tratando de verificar que aquello que dice el espejo es efectivamente cierto. ¿No temen, a veces, que el espejo les devuelva un retrato que no se ajusta a su verdadera anatomía?

Acabo de volver del baño, de mirarme y tocarme la cara delante del espejo, con la precaución de quien reconoce el relieve y la superficie de una pieza arqueológica, y por un largo minuto de borgianas divagaciones he tenido la impresión de que ese otro no soy yo.

lunes, 19 de febrero de 2007

No soy un vaquero.


Tengo que memorizar este aforismo: ‘en el juego de las relaciones, siempre gana el que se involucra menos’. Mis amigos lo repiten todo el tiempo y quizá por eso les va como les va: los que tienen novia, la pasan genial; y los que no, pues simplemente no se mortifican. La mayoría de ellos adolece de ese sentimentalismo calzonudo que a otros nos ha tocado padecer. Ellos actúan como caballos y, para mi asombro, las chicas quedan maravilladas con sus desplantes, sus arrogancias, su impertérrita frialdad. Conmigo –que por corazón tengo un filete de milanesa– pasa, desde luego, lo contrario: me cuesta utilizar la estrategia adecuada e interpretar al indiferente, al pragmático, al vaquero impasible que escupe al suelo y se lleva a la muchacha del pueblo sobre el hombro. No puedo ser tan Clint Eastwood de la noche a la mañana cuando me he pasado toda la vida siendo más paparulo que John Cusack. No puedo ser el rudo y tatuado Tommy Lee cuando tengo la cara bovina del vocalista de los Hombres G cuando canta ‘Devuélveme a mi chica’. Es un lío jodido tener hipersensibilidad y haber hecho del enamoramiento, no una graciosa manía, ni siquiera un tic inoportuno, sino un hipo molesto. Es como tener parkinson en el corazón o, peor, es como tener un corazón epiléptico que no le hace caso al cerebro y que muere y resucita constantemente. ‘En el juego de las relaciones, siempre gana el que se involucra menos’. He fracasado en el intento de hacer mía esa ley. Creo que necesito otro aforismo.

Como una llanta.


Sufro del ‘síndrome de la llanta’. O al menos así explicaba mi analista esta cojuda propensión a irme derechito a la mierda luego de la menor decepción amorosa. La entropía –me decía él– es la fuerza por la cual una llanta avanza; sin embargo, el mismo mecanismo de rozamiento que la hace avanzar, la desgasta. Exactamente eso es lo que me ocurre cuando me relaciono con una mujer. Me excita que me aplasten. Hago todo lo que está estipulado en el manual del imbécil, y cuando me humillan, lejos de aprender la lección, cometo los errores una y otra vez. No miento si digo que he llegado a sospechar, con absoluto terror, que dependo de las depresiones como quien depende de una botella de suero para mantener su metabolismo en paz. Es como si necesitara que me manden al carajo para sentir que está plenamente justificada mi existencia literaria. Es desesperante, pero tengo que admitirlo: pastoreo sobre mi propia mierda y disfruto dando brazadas en el tórrido desagüe en que se ha convertido m
i vida sentimental. No sé si es común ser atacado por este pendejo virus de la flagelación moral que, en el fondo, es una absurda paranoia adolescente.

viernes, 2 de febrero de 2007

La amistad, esa estafa.


Siempre he pensado que la amistad entre los hombres y las mujeres lindas no existe. Es decir, existe, pero por 'default’, porque no queda otra, porque ellas así lo han dispuesto, y no porque haya sido un acuerdo premeditado de las dos partes. Ante una chica bonita los hombres perdemos la compostura, cedemos terreno ante el depravado que nos habita y actuamos bajo una sola consigna: el abordaje, el acoso primitivo, simiesco, el deseo lascivo de querer aplicarle un lengüetazo en medio de la boca y llevarla a la cama lo antes posible. No hay macho que ante una hembra apetecible se saltee ese ímpetu sexual para reparar en lo confortable de su compañía, en la calidad de su conversación, o en lo refulgente de sus ojos color vainilla. Pamplinas. A otro perro con esa galleta. La amistad con las chicas bonitas es una suerte de premio consuelo, de medalla de bronce que se acepta luego de que has hecho acopio de suficientes indicios como para entender que no te va a ligar ningún levante. Que ella, por más que te arda la entrepierna, ‘solo te quiere como amigo’. Solo una vez que estás seguro de que no hay agua en esa piscina, de que te romperías las muelas estrellándote contra ese muro, solo ahí (y no antes) la amistad aparece como una variante que vale la pena considerar. Ser amigo de una niña guapa, antes que un gusto, es una resignación. Ayer salí con una niña guapa. Íbamos en la tercera cerveza cuando hizo un brindis que pudrió la noche: "por nuestra amistad". El trago siguiente me cayó como un shot de ácido muriático. Nada volvió a ser lo mismo después de esa trágica ocurrencia. Llegué a mi casa, amagué una masturbación, fracasé en el intento y me senté a escribir esto.

jueves, 1 de febrero de 2007

Benjamín y Robotv: El fracaso como tentación.

Decido abrir este blog con más dudas que convicciones, lleno de preguntas miedosas en lugar de tener cálculos optimistas. ¿Valdrá la pena abrirlo? ¿Valdrá la pena escribir algo, con la estúpida esperanza de que alguien, desde alguna otra pantalla, se anime a leerlo? ¿Y cuánta gente lo visitará? ¿Y cuánta de esa gente que lo haya visitado una vez volverá a hacerlo, improbablemente atraída por algo que aquí pudiera haber visto o leído? ¿Y si termina siendo uno más de esos cientos de blogs insulsos que vagabundean en el oscurísimo cielo de la red, abandonados a su suerte, colgados detrás de una dirección electrónica que ya nadie teclea, castigados ad infinitum por haber sido incapaces de crear una comunidad de lectores o, peor, incapaces de haber podido inspirar un comentario, ni siquiera un comentario negativo, un insulto, una buena mentada de madre?

Aunque ahora que lo pienso bien: ¿será ese, el número de comentarios recibidos, el indicador que mida con autenticidad el éxito o el fracaso de un blog? No tengo una respuesta formada, pero me parece que no (aunque mientras escribo ese ‘no’ siento que estoy poniéndole el parche a mi probable revés en este debut electrónico).

Tantas pánfilas dudas solo han podido ser reducidas con el ganoso aporte de un segundo actor: robotv, cómplice, degustador profesional de milanesas y encargado de la armazón y del decorado gráfico de este blog. A riesgo de sonar como uno de esos tarados y previsibles ganadores del Óscar que siempre agradecen de la misma manera, debo decir que esta obra no hubiera sido posible sin su invalorable aporte.

Concluidos los prolegómenos de rigor, ahí vamos. Hora de despegar. Y no es necesario que se ajusten el cinturón, nos basta con que tengan correa.